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Hablando con más claridad, tengo que manifestarle a usted que nos es necesaria la mortificación cristiana a fin de sujetar las riendas de nuestras pasiones indó· mitas. De lo contrario, viene la degradación, el em· brutecimiento. Convengo en que el cuerpo, como templo del espí· ritu, hay que r espetarlo ; mas, como indómita beste· zuela que es, hay que domarlo, sujetarlo a la ley de Dios, lo cual supone el cercenamiento de los desorde· nados instintos que matan las nobles aspiraciones del alma. Cuando los santos mortificaban su cuerpo, entregán· dose a rigurosa penitencia, no era que odiaran su pro· pia carne, sino que únicamente la afligían para que, ahogados todos sus aviesos impulsos, el espíritu se re· montase más fácilmente a Dios. San Francisco de Asís concibió y expresó la idea exacta de lo que es nuestro cuerpo. El, con aquella amable y serena mirada con que vela la creación en· tera, reconociendo la paternidad universal de Dios, solla llamar hermanos a todos los seres, aun a los irra· cionales. Por eso decia : «El hermano sol, el hermano fuego, el hermano viento, el hermano lobo, la hermana luna, ·1a hermana agua, etc...,. También a su cuerpo quiso darle este dulce y signi· ficativo nombre, aunque le adañia un sustantivo que temo hiera un poco sus oídos. Vea cómo llamaba San Francisco a su cuerpo : «El hermano asno.» Fíjese usted en el significado de esta frase. Nuestro cuerpo no es nuestro adversario : es más que amigo, ··~ nuestro hermano, y como hermano nos quiere bler y nos presta sus servicios; pero es «hermano asno», -63-

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