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la otra, donde sólo la felicidad ha de ser plena, per– fecta y eterna. Esté usted totalmente lJl~rsuadido de que nuestra di– cha está en Dios y que sólo sirviéndole es como pode– mos disfrutar de la felicidad, que nos es dado gozar en este mundo y asegurar la de más allá de la muerte. Dios es nuestro principio y nuestro fin, el centro vi– tal de nuestro espíritu, y fuera o lejos de El no pode– mos menos de ser unos desgraciados, vivir en constan– te desequilibrio. Sólo en el amor de Dios halla descanso nuestro corazón. Usted, sin duda, habrá leído u oído una célebre frase ele San Agustín. Este grande hombre, después de bus– car el reposo de su · alma en el amor de las criaturas, habiendo encontrado a Dios en su propio corazón, sin– tió una dulce calma, como la que sigue a una tormenta, y gozando de aquella paz de cielo, escribía: «Señor, nos habéis criado para Vos y nuestro corazón está inquieto hasta que en Vos no descanse.» En cambio, vea usted el reverso: piense en la inquie– tud de los que viven apartados de Dios. Por no serme . pesado no voy a darle una larga lista de hombres que, aun en medio de los más refinados placeres, sentían el más horrible hastío. Le mencionaré tan sólo dos. Uno muy antiguo, y el otro, relativamente moderno. Es el primero aquel rey sabio de la Escritura, que disfrutó de cuantas delicias puede disfrutar el hombre: edificó palacios magníficos y casas de placer. plantó viñedos, huertos y jardines de belleza sin par; tuvo siervos y siervas que le regalaban y numerosa familia que le rodeaba de afecto; poseyó ganados de todas clases;_ amontonó oro y plata con riquísimos tesoros; cantores y cantatrices entretenían sus ocios con esco- -48-

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