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El murmullo del agua, el sol del viento, el susurro del bosque estremecido por sus inquietas ráfagas, el lento arrullo de !a tórtola, el graznido del cuervo vagabundo, todo acento por ave, fiera o eco producido el nombre santo de su Dios pronuncia, su Jdorla canta, su poder anuncia. El hombre también, para cumplir con su destino, debe glorificar a Dios. El tiene el divino mandato de crecer, multiplicarse y dominar la tierra. En cumplimiento de este mandato aprovecha ener· gfas, inventa medios para sobreponerse a los elemen· tos; se remonta sobre las nubes en el avión; se su– merge en el mar por el submarino; traspasa las mon– tañas por la vfa férrea ; transmite su voz hasta los con· fines del mundo por la radio;· examina con el micras· copio el mundo de las moléculas y de los átomos; ex· plora con el telescopio las nebulosas lejanas; produce la electricidad, que convierte en fuente de energía y movimiento; moldea la materia, construye edificios, puebla de maravillas el mundo. Todo cuanto realiza el hombre en la tierra, en últi– mo término, también, en cierto modo, glorifica a Dios. Por eso podemos afirmar que el crepitar de las má· quinas, el chirriar de las ruedas, el zumbido de los aviones, el silbar de las locomotoras, el voltear de las hélices, el traquetear de los motores, el pitar de las si· renas... , en fin , todo cuanto el hombre mueve o pro– duce, se une al canto de las aves, al murmullo del bos– que, al estallido del trueno, al perfume de la flor, y sube igualmente al cielo, como un himno potente que alaba y bendice a nuestro Creador soberano. Pero el hombre, como criatura racional, tiene otro mandato más prinCipal y noble que· dominar la tierra con -43-

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