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es digno del hombre, y quien posea esta ciencia, bien merece nuestra alabanza; pero de esto se puede pres– cindir. Lo que es imprescindible es que el hombre se dé cuenta de su dignidad, del valor de su alma, del respeto que debe a su cuerpo, del dominio de sus pa– siones, del recto ejercicio de su libertad, del gobierno de su corazón, de la atenta escucha a la voz de la con– ciencia hasta alcanzar la perfección que sus facultades requieren. Para conocer al hombre, ante todo, debemos recor– dar su origen. Había Dios creado el mundo lleno de indescriptibles bellezas. Parecía el universo un palacio espléndido, un majestuoso templo alzado a la divina Majestad. Dios tendía su mirada a ese palacio y echaba de menos al rey que había de habitarle; faltaba tam– bién el sacerdote que en ese inmensurable templo ha– bía de rendirle el culto de su adoración. Entonces se detiene, o para hablar en nuestro len– guaje, se recoge ; las tres personas de la Trinidad de– liberan entre sí y, después de su consejo, exclamaron diciendo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.» Imagínese usted a Dios como artista supremo. Toma en sus manos un poco de barro y con él hace una es– tatua magnífica. Y para que esta estatua respire, hable y se mueva, le infunde en su rostro un soplo o espíritu de vida. Al momento, la materia inerte se anima y queda hecho el hombre, el rey de la creación, el sacer– dote del vasto templo del mundo. Esto es el hombre. Esto somos usted y yo: un poco de barro con un principio vital que lo anima. Somos cuerpo y ·alma, materia y espíritu. Aunque Dios había determinado elevarnos a un orden ~20 ~
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