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misericordia ha puesto al alcance del hombre que, en la lucha con sus pasiones, tiene la desgracia de sucum– bir y se ve como un pobre náufrago entre las olas, a fin de que pueda evitar su calda definitiva y eterna_ La Confesión derrama, sobre el alma manchada por el pecado, la sangre redentora de Cristo que la purifica, la regenera, repara los daños de la culpa, restituye la inocencia perdida, devuelve la paz de la conciencia, abre de nuevo las puertas del cielo, fortalece el espí– ritu para las nuevas luchas y da ánimos y alientos para que el pecador regenerado pueda seguir el camino de la virtud hasta llegar al feliz término del viaje que vamos haciendo por la tierra. Hombres que, como usted, han sucumbido en la lu– cha con sus pasiones, después de confesarse han sen– tido su alma inundada de felicidad. Escribía Chateaubriand después de convertirse a Dios y volver a su amistad por medio de una sincera y do– lorosa confesión: «Si me hubiera quitado de encima el peso de una montaña me hubiese aliviado menos; sollo– zaba de felicidad. Aquel día fué el día en que se formó en mi un hombre honrado.» Usted llorará igualmente de felicidad si se decide y se acerca al confesonario para manifestar al ministro de Cristo las miserias de su alma. No tema nada, mi querido amigo, al dar este paso; no vacile ni se avergüence de caer de rodillas ante el sacerdote. El tiene recibido de Dios el poder de perdonar los pecados, y cuando su mano se alza para absolver, la divina gracia se vierte sobre el alma penitente como raudal de vida. El confesor no dejará de absolverle, por grandes que sean sus pecados. si usted está dispuesto a salir de su - 177- 12

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