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mundo, el mundo moral anatematizado por Cristo, que es la multitud, la masa corrompida tle los hombres sin Dios y sin ley alguna. Este mundo nos induce al pecado con sus encantos, con sus máximas perversas, con sus desarregladas cos– tumbres, con sus diversiones, con sus lisonjas y aplau– sos, y a veces también con sus burlas, violencias y ame– nazas. De todas formas y maneras nos arma lazos para hacernos caer, como caen las aves en las redes del ca– zador. La segunda fiera, el león que se acerca con la cabeza levantada y lleno de hambre rabiosa, es el demonio, el ángel caído de Jo más alto de los cielos al más profun– do de los abismos, que no respira más que odio a Dios y a ios hombres. El, como dice San Pedro, «anda siempre all:ededor nuestro como león rugiente en busca de pre– sa que devoran>. No hay tiempo ni lugar ni circunstan– cia de la vida en que no podamos ser víctimas de ·sus asaltos. La tercera fiera, la terrible loba cargada de deseos que nunca se sacia y hace vivir miserable a mucha gente, es la carne. Es decir, somos nosotros mismos con nues– tros desordenados apetitos, con nuestra concupiscen– cia hambrienta, siempre insaciable, que sin cesar está pugnando por romper el freno de la ley de Dios para gozar a sus anchas del placer prohibido, de «la fruta del cercado ajeno.>> «Cada uno-dice Santiago-es ten– tado, atraído por la propia concupiscencia.>> Esta concupiscencia no es sino efecto del pecado ori– ginal, por el que el apetito se ha rebelado contra la ra– zón. Y por eso surge en nuestro interior esta constante lucha que .tenemos que sostener contra nosotros mis– mos. -·162 ~
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