BCCCAP00000000000000000000257

riamos que adolecemos de una enfermedad incurable. Es la nostalgia de Dios, del" que nos olvidamos. Es la asfixia de la propia alma, que muere por falta de atmós– fera y adecuado manjar. «El disgusto de la vida-dice E. Helio-no es otra co– sa que una inmensa necesidad de Dios.» Necesitamos de Dios, porque para El hemos sido creados. Nuestro corazón es tan grande, que con sólo Dios se satisface. En nuestras dudas, debates, preocu– paciones y placeres, aun sin darnos cuenta, por El está clamando. Y este clamor constante de nuestro corazón indica con toda claridad la riqueza de nuestro interior, el valor encerrado en nuestro espíritu, como indican la calidad de la perla sus brillos y cambiantes. Vea usted cómo un poeta romántico descubría el res– plandor celeste de su corazón: b;n el mar de la Uuc..la en qu~ bogo, ni uun sé lu QUl' c1·eo: :-;in emlmrgo, eslns ansia:-; me dicen que yo llevo algo divino aquí dentro. ( B~:n¡n:B.) ¿Se da cuenta usted? Lleva a lgo divino en su inte– rior, algo que es un refl ejo del mismo rostro de Dios. Pero para captar esta luz de lo alto hay que entrar en ,sí mismo. La falta de concentración en nosotros mismos ahoga las más nobles aspiraciones del alma, nos materializa. Dice La Bruyere: «Todo nuestro mal proviene de no poder estar solos: de aquí el lujo, el juego, la disipa– ción, el vino, las mujeres, la ignorancia, la maledicen– cia, la envidia, el olvido de sí mismo y de Dios.>> Por eso le repito: amigo mío, sepa usted concentrar– se y así podrá responder a esta pregunta que natural- -16-

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz