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manifiesto la oposición que hay entre el amor a las ri– quezas y el amor de Dios: «Nadie puede servir a Dios y a las riquezas.» El dinero es «Poderoso caballero», es el amo del mun– do, al que rinde vasallaje toda clase de gentes, y al ren– dirle este vasallaje se pone por fin y centro de la vida, y, por tanto, el hombre se aparta de Dios, vive muerto para el mundo sobrenatural. Con esto no quiero decirle que el Señor nos prohiba absolutamente adquirir riquezas, que bien empleadas pueden servir de ayllda hasta para la virtud. Pero nos pide que conservemos el corazón libre de desordena– do afecto, y entonces las riquezas se aman desorde– nadamente cuando por adquirirlas o conservarlas se emplean medios que están e'n contra de la santa ley de Dios, o cuando por preocuparse de ellas se da. muerte, en el corazón, a la divina caridad. Las riquezas amadas en demasla son las espinas que, al decir de Jesús, ahogan la simiente evangélica, sofo– can los buenos deseos, los bellos sentimientos del cora– zón, que as[ queda convertido en profundo pozo de egoísmo. Ellas son incapaces de llenar nuestras aspira– ciones, pues como nuestra alma no ha sido creada para amar tan sólo los bienes de la tierra, en medio de los mayores refinamientos siente una profunda nostalgia que no la deja reposar. Sólo los bienes del cielo pue– den darle cumplida satisfacción. Lo más seguro, amigo mío, es cumplir el consejo del divino Maestro, que dice: <<Hace<>s unas bolsas que no se echen a perder; un tesoro en el cielo que jamás se agota, adonde no llegan ladrones ni roe la polilla.» Esto se realiza con la adquisición de los bienes eter- -153-

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