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de rumo1·, de perfume, de música y de brillo y hallará al regresar desiertos los salones del castillo y apagada la lumbre del hogar. (PEMÁI\".) Esta es la triste realidad ·de la vida: el hombre, se– ducido por Jos placeres, siente la morada de su castiJlo interior vacía y desierta, sin luz ni calor. En ella no reinará más que el frío del ego!smo, las negras som– bras del pecado y el olvido de Dios. Los efectos siniestros de- los excesos en el goce se extienden al mismo cuerpo, que por ello mengua su vigor, su energía vital: los nervios pierden su equi– librio, y un agotamiento inexplicable se apodera de todo el hombre. Verá usted en la vida moderna alte– rados no pocos organismos. Y esta alteración la cau– san, sin duda, los espectáculos frecuentes, las diver– siones refinadas, todo este múltiple ajetreo de nues– tros d!as que desequilibra a tantos hombres y mu– jer es de la presente sociedad. El afán desmedido de gozar trae, igualmente, con frecuencia, graves trastornos a la familia y a la so– ciedad. De tal manera ciega la inteligencia, que todo se atropella hasta que el apetito queda satisfecho. No se repara en ningún desorden con tal de aquietar la concupiscencia hambrienta. Recuerde usted el ejemplo de David. Se levanta un día de dormir la siesta; se pasea indolente por la azo– tea de su palacio, y al tender su vista alrededor ve a una mujer ocupada en embellecer su persona. A la mirada sigue el deseo impuro, y David, de corazón recto, atropella por todo, se deja arrastrar de su deseo y no para hasta hacer morir al esposo de la cómplice de su p_ecado. -147 -

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