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«No hagas eso», por encima de todo debe evitarlo, y cuando le hable: «Pórtate de esa manera», cueste lo que cueste así ha_ de conducirse. Y cuando le eche en cara algún reproche debe usted arrepentirse de lo mal hecho y purificar su alma de la culpa. Mas con harta frecu·encia no sólo desoímos la voz de la conciencia, sino que obramos en contra de lo que ella nos dicta. Es que en nosotros hay otra voz que nos pide lo contrario de lo que la conciencia nos exige. Es la voz de las pasiones que surgen en el corazón, y con sus clamores pretenden romper todo freno, sacudir to· do yugo, disfrutar todo goce. Como comprenderá usted, de este modo se origina en el hombre una constante lucha: por una parte, la con· ciencia recordándonos el deber, y por otra, las pasiones pidi.mdo cumplida satisfacción. La conciencia, con voz como de campana que toca a muerto, nos dice: «No hagas eso; sé casto, sé caritativo, cumple con tu deber de cristiano.» Las pasiones, con voz como el canto de las sirenas, nos repiten: <<Goza cuanto puedas de la vida. No tengas ni más Dios ni más amo que tu como– didad y capricho.» En esta lucha cotidiana el hombre, infinidad de veces, atraído por la voz de las pasiones, ahoga la voz de la conciencia y deja de cumplir su deber. Otras veces es el mundo con sus críticas y mofas lo que nos lleva a sacrificar nuestra libertad de hijos de Dios para acomodarnos a sus exigencias. Y es incon– table el número de los que, víctimas del respeto huma· ·no, dejan de seguir los dictámenes de su conciencia pa· ra dejarse arrastrar de la corriente del mundo. Por con· graciarse con los hombres se atreven a ofender a Dios. No sea usted, hermano mío, de estos hombres. Man· - 114-
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