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blando céfiro que nos orea el corazón e infunde en nuestro interior la más serena calma. «Has obrado bien- nos dice-; reposa tranquilo. Dios está contento de tu proceder: espera su recompensa.» Mas cuando dejándonos vencer de nuestras pasiones o de los atractivos del mundo nos entregarnos al peca– do, esa voz es bronca y triste, que nos llena de espan– to, y, además, penetrante corno una espada que se cla– va en el corazón para no dejarnos reposar con sus pun– zadas. «Has hecho mal-nos clama- ; no has seguido mi dictamen; ofendiste- a Dios, y si no te arrepientes, experimentarás un día sus castigos...» Cuando seguirnos los dictámenes de nuestra concien– cia ejercitándonos en la virtud, aunque nos desprecien e insulten los hombres, en el fondo del alma reinará la paz. La conciencia nos dirá para tranquilizarnos: «No hagas caso de los juicios de los hombres, que son erra– dos. Todos sus dicterios y calumnias son incapaces de manchar tu alma.» En cambio, cuando resistiendo a la voz de la concien– cia nos portarnos mal, por más que los hombres nos aplaudan y recreen nuestros oídos con el aire de la li– sonja, en medio de los triunfos y de los honores más cumplidos, esa voz interior no dejará de alzarse para reprendernos como implacable verdugo con estos re– proches: «No eres lo que dicen ele ti los hombres. Eres un miserable que no merece sino el castigo de Dios, a quien ofendes, y el desprecio de los hombres, a quienes engañas con tus hipocresías.» Shakespeare, en La tragedia de Ricardo .TTJ, nos da a conocer los remordimientos que este rey infame ex– perimentaba después de subir al trono por toda una serie no interrumpida de crímenes. Logrados sus an- - 108-

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