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negar. La conciencia viene a ser como el heraldo que nog manifiesta la voluntad del mismo Rey de los ele– los. Con la misma autoridad de Dios, nos enseña, nos manda y nos juzga. La conciencia, antes de obrar, nos enseña; es decir, vierte en nuestro interior una luz penetrante, que nos muestra el camino que debemos seguir, nos descubre la voluntad de Dios, nos avisa, nos .aconseja, nos dice abiertamente: «Esa acción es mala, y, con ella, man– chas tu alma y ofendes a Dios.. . Ese pensamiento o deseo es pecaminoso y no te es lícito complacerte en él.» Y así. como nos descubre las acciones malas y Jos pensamientos innobles, nos patentiza las obras dignas de recompensa, los sublimes arranques del espíritu que nos engrandecen. Tras esta iluminación que vierte en el alma, la conciencia, en el momento en que vamos a obrar, de nuevo nos hace oir su voz misteriosa y entonces, con más imperio, nos da a conocer su autoridad para man– darnos. rliciéndonos: «Evita esa mala acción... Aparta de ti ese mal pensamiento o deseo... Sé casto en todas partes y de todas las maneras... Sé justo con tu pró– jimo... Aecpt.a este sacrificio... Haz esa obra buena... Socorre aquella necesidad... Cumple con exactitud tu deber... Pórtate en tu casa, en la calle, en la oficina como un cahnllero, como fiel hijo de Dios... » El hombre es libre para obedecer o desobedecer la voz de la conciencia. Mas luego de obrar, surge de nuevo esa voz intima que aprueba o reprueba nuestra conducta. Si hemos obrado bien, nos dice que mere– cemos premio; si mal, castigo. Después de una buena acción, esa voz es suave como -107-

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