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IV ANACONDAS , JAGUARES ... Y MOSQUITOS Se puede decir que una relativa abundancia o riqueza de medios ha mantenido hasta nuestros días el equilibrio ecológico de la selva amazónica. Animales y fieras han campado por esta vasta planicie en pacífica convivencia, sin traspasar los límites razonables de las nece– sidades naturales que impone la propia subsistencia. Pensar, por ejemplo, en pumas, jaguares , anacondas o caimanes como fieras sanguinarias que imponen su ley y sacrifican por capricho a otros animales indefensos, suena más a leyenda que a realidad. Cuando alguien se acerca a este bosque tras la fantasía de una fiera, o no la ve nunca, o si la ve acaba defraudado por la mansedum– bre que muestra al no plantar cara nunca. Su ferocidad y fuerza lle– gan hasta el límite del hambre , pero como la fiera normalmente está bien comida, prefiere huir de todo aquello que pueda presentarle un problema, y el hombre lo es. Rara vez se oye que uno de estos depredadores se enfrente al hombre por mero capricho. Si lo ha hecho ha sido por sentirse herido o acorralado. Nunca una gigantesca anaconda dejará su tranquila y larga siesta por mirar al hombre que pasa. Si por un acaso despierta, preferirá deslizarse sin prisa alguna hasta el fondo del río . En razón de algunas trágicas realidades ocurridas en tiempos pasados, más por imprudencia q~e por otra cosa, se han tejido leyen– das inaceptables, verdaderas calumnias contra estos esforzados de la selva tropical, quienes se han visto irracional e implacablemente per– seguidos a muerte. Y es una pena, puesto que fauna tan maravillosa y exótica, verdadero prodigio de la naturaleza, con estos criterios de merendero, ya han llegado a un punto límite, más allá del cual sólo quedará el recuerdo. 33

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