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i r· 1 ! !. ¡ t; h :¡ 11 lj i ¡, 1' ! ' ¡ . \! -76- y que todo es embuste y enredo y que nadie puede senril'l al Rey si no es para su condenación». . ·La sensación que su cambio de derrotero produjo entre las muchas amistades con que contaba, especialmente en Madrid y Sevilla, no es para descrita. «Don Tiburcio ha perdido el juicio», exclamaban unos. «No tal», respondían otros, «Se trata sin duda de una nueva comzonada de las suyas.» Y en los mentideros de la Corte todo eran .conje- turas y habladurías. . Individuo hubo que, sin otro objeto que el de averiguar si era cierta tan peregrina noticia, .se desplazó desde Madrid a Tarazona y entrevistóse con el Obispo de dicha ciudad, don Baltasar Navarro Arroitia, interrogándole sobre el caso. Arroitia contestó que no ha– bía porqué dudaD de la certeza del hecho, ya que él precisamente era una de las últimas personas con quienes se había entrevistado don Tiburcio, momentos antes de ingresar en el convento. El cor– tesano ya no dudó, pero, haciéndose cruces de lo que oía, dijo: «Alabo a Dilos y venero sus altas disposiciones, mas no puedo dejar de compadecerme de estos pobres religiosos, porque temo, · según conozco su natuml, que han de tener mucho que sufrirle y que algún dia, llevado de su cólera, haga pedazos las ollas y platos y a ellos [os muela a palos y golpes.» Pero el nuevo capuchino estaba muy lejos de corroborar con su aonducta tan ·apriorística afirmac'ión. Porque prec'isameill:e de la indomable energía de su carácter, era de donde había de sacar las fuemas necesarias para enderezar la torcida naturaleza del antiguo don Tiburcio. Era guardián y maestro de novicios del convento de Tarazona Fr. Buenaventura de Maluenda, que, como veremos luego, fué pre– cisamente uno de los que labraron la corona de ·amarguras que había de poner a duva prueba la acrisolada virtud de Fray Fran– cisco. Según es costumbre, solían acudir los novicios a las conferen– cias que sobre la vida espiritual les daba algún padre docto y experimentado. Cierto día en que el Padre Buenaventura de Ma– luenda, maestro de novicios, daba a éstos una de dichas pláticas, interrumpióle Fray Francisco pidiéndole permiso pára formular una objeción. Concedióselo el P. Maluenda y acto seguido disipó la dificultad de nuestro hombre. Pero la conciencia de éste, tranquilizada en cuanto a la solu' ción que había recibido, se alarmó, en cambio, por ·creer haberse dejado llevar del orgullo al interrumpir al P. Maestro. Pasó la no– che en oración, doliéndose de su presunta falta, y al' llegar la hora ' l

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