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-65- busca de aventuras que ningún provecho reportan a la humanidad. ¡Y yo que he sido del número de !lStos necios! ¡Qué vacía de buenas obras ha sido mi vida hasta ahora!» Toda una época de ilusiones, aquel período de entusiasmo, de luchas, de gloria, se desplomaba ahora como un castillo de eh– sueño. Abrió la vllntana y un soplo de aire le acarició la frente. De la tierra, de todo el campo en tomo subía poderoso aliento de vida. . Entrecerró los ojos y siguió evocando... ¿Habría caminado hacia la felicidad o hacia el infortunio? ... .Si de él mismo depen· dian su .dicha ·o su desventura... ¿cómo enderezar el rumbo tan desviado hasta entonces? Por de pronto urgía abandonar el bullicio de la Corte y reti– rarse a meditar serenamente. A los pocos días tomaba la ruta de la capital navarra. Es a media taOO.e. La luz del crepúsculo funde de una suave tonalidad el verde pálido de los trigales nuevos, la nota alegre de los viñedos, el terciopelo oscuro de los pinares en los alrededores de Pamplona, al mismo tiempo que el Perdón, la Higa y San Cris· tóbal destacan tersamente su silueta en el horizonte azulado. Hace un tiempo claro, tibio, agradable; son los días del promedio del otoño. Por la cuesta de Larrechipía asciende raudo un coche tirado por tres mulas y en pocos momentos enfila la calle Mayor. Los transeúntes acechan con curiosidad a aquel carromato que, cubier– to de polvo, denota venir de luengas tierras, y al que sus venta.– nillas herméticamente cerradas dan un cierto aire misterioso. De súbito cesan el cascabeleo de los collares de las bestias y ·los latigazos del cochero. El coche se ha detenido ante el Palacio de los Barones de Bigüezal. . Un personaje, envuelto en su capa hasta los ojos, desciende del coche, cruza la amplia portada que remata con el fastuoso blasón familiar; su rápido paso resuena en el pavimento empedrado de menudos guijos. Una doncella anuncia la visita a la Baronesa. Esta se halla sentada en sti. a11tístico sillón de cuero, leyendo un viejo historial de Santos. Al oír la voz de su hijo Tiburcio, que tal era el recién llegado, suelta el libro y aparece en lo alto de la escalinata, con su ademán noble y majestuoso.' " ¡Cuánto he sufrido, Tihurcio, en estos días, por tu causa! ¡Llegué a creerte muerto! »

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