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-64- gantes, al creer inuerto a caballero tan principal, .tari contra la voluntad suya. Varios de los circunstantes lo recogieron y llevaron a su domi– cilio. Convocada una consulta de médicos, el pronóstico que éstos dieron fué pesimista. Al parecer se trataba de una probable frac– tura de cráneo. Al recobrar don Tiburcio el conocimiento abrió plenamente los ojos; le pesaba horriblemente la cabeza; se llevó a ella las manos y la halló envuelta en un ingente montón de vendas, enrojecidas en su mayor parte por la sangre. Miró en su derredor y entre la penumbra que producían en la habitación los ventanillos entorna– dos casi por completo; distinguió junto a su lecho a algunos de · sus amigos de Madrid, que le contemplaban de hito en hito, con rostros apesadumbrados. «Pero ¿qué es esto? ¿Cómo he venido aquí? ¿O es· que se trata de una broma pesada? Vamos, decid pronto.» Todas. estas preguntas hacía don Tiburcio, que se encontraba en aquellos moméntos como un hombre que acabase de llegar a este mundo. Los amigos le contaron el caso de lá Puerta del Sol. El recordaba perfectamente cómo marohó al lugar die la pelea; le. demás lo ignoraba. A la cabecera de su lecho se encontraban muchos admiradores y expertos cirujanos, que se esforzaban por salvar su vida. Pasados algunos días y levantad~ el apósito, se pudo apreciar con general sorpresa y satisfacción que la herida había mejorado. No existía la tan temida fractura de la base del cráneo, como en !'l primer momento llegaron a creer los cirujanos. El paciente pidió que le dejasen solo, pues le molestaba el ruiao que producían las visitas. • Había pasado varias noches de insomnio, atormentado por la fiebre, que aún no le abandonaba sino a ratos. En los ratos de lucidez, las diversas escenas de su·accidentada vida cruzaban por su imaginación. Y ya no le agradaban, sino que le asqueaban aquellos episodios de su vida desenfadada y sin · escrúpulos. . Y la comparaba con la de su paisano San Javier, li quien la Iglesia pocos años antes, en 1622, había elevado al honor de los altares. «¡Qué héroe!, exclamaba. Jamás caballero andante pudo ni supo realizar proezas como Javier.» «Y cuánto inás dignos de imitación son tanto él como los de– más misioneros, que esos otros apuestos mancebos que, cargados de joyas y vestidos de todas armas, recorren lejanas tierras en ···.·!·· '· " .. ' l l •·! i:

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