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-47- constituía un borrón para su nombre y juró vengarse de aquel barrio sevillano causante de la luga. Partió inmediatamente para Cádiz, y presentándose al Almiran· te de la Armada le pidió, alegando un importante servicio, cuatro bajeles de guerra. Creyóle aquél y se tos concedió. Remontó con ellos Redin el Guadalquivir, y al llegar a Sevilla ya tenía puesta a la tripulación en zalarrancho de combate para el bombardeo de la ciudad, cuando el Asistente de la misma, al observar tan extraño movimiento naval, subió a bordo del navío en que Redin se hallaba y preguntóle el ohjeto de aquellas andanzas. E~¡)licóle aquél sin rodeos y el Asistente, asombrado al oír tamaña barbaridad, pro– curó con todas sus luerzas disuadirle del proyecto, como al fin lo consiguió. Don Tiburcio no dió la menor importancia al caso, pero sí sus supei>iores, quienes le impusieron un arresto de varios dias, como castigo por tan descab.elladas ideas. Y a esto, ¿qué había sido del Real nombramiento de Goberna· dor general de la Armada de Cataluña? Redin escribió varias veces a 1 l Oonde-Duque, rogándol'e activa· sen la tramitación. ' Pero el Real despacho «se dormía» en la mesa del ministro, quien ni siquiera se dignó conceder audleJ;J.cia a Redín, que se la pidió una y otra vez. Esto acabó con la poca paciencia de que Redín estaba dotado, y una idea descabellada y penegrina-otra más en la serie--cruzó por su magín. El Primer Ministro solía .acudir diariamente en su carroza a las obras de embellecimiento del Parque del Buen Retiro, que por entonces se realizaban. «Ya que Olivares no me quiere conceder audiencia en el Real Palacio, voy a ver si consigo que me oiga aun· que sea en la calle»-debió pensan Redín para su coleto. Y dicho y hecho. Enterado de la hora en que el Conde-Duque, en su marcha al Buen Retiro, pasaba por Cuatro Calles, se dirigió hacia dicho punto y esperó. No pasó mucho rato sin que un magnífico carruaje doblase la esquina de la calle, avanzando majestuosamente. Era el del Conde– Duque. Rápidamente el Barón se colocó ante el vehículo e hizo al co– dhero señal de detenerse; pero éste, creyendo que aquel descono– cido serna algún loco o por lo menos se encontraría embriagado, fustigó con doble energía a los caballos, mientras lanzaba una mirada de desdén sobre aquel que osaba interrumpin el viaje dei t prepotente Valido. Pero don Tiburcio sacó la espada y lanzándose en salto felino

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