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-46- Grandes, quienes debieron su salvación al ardimiento ·de nuestro caballero, hizo que dichos señores pusieran el hecho en conoci– miento del Monarca, para que éste premiase una vez más los mé– ritos del «Júpiter Hispano». En efecto, el Rey lo mandó llamar a Madrid, y tras oír de sus labios la relación verbal del sucedido, le confirió el mando en jefe de una flota que se estaba organizando para la limpieza de piratas en las costas de Cataluña. Dicho real nombramiento abunda en términos de gren honra para Redin, pues hace saber que le nombra «por ser persona prác– tica eri las cosas de guerra, de mar y de tierra», dándole plena fa– cultad para hacer, proceder y (}rdenar todo lo que conviniere para el buen gobierno y conservación de dicha flota. Termina así el documento: «No tengo que encargaros el valor con que habéis de proceder en todas las ocasiones que se ofrecieran, porque confío que cumpliréis enteramente con vuestras obligaciones como lo ha– béis hecho siempre.» Fué expedido en San Lorenzo a 26 de octubre de 1635. ¿Cabe mayor elogio de un súbdito de labios del Monarca? Por este tiempo ocurrió a don Tiburcio un lance que·muestra bien a las claras, al par que el estragamiento de su vivir-acha– que asaz general de aquella época de crudeza de costumbres-, la irreflexiva impetuosidad de su carácter. · Andaba el Barón perdidamente enamorado de cierta dama se– villana, de la más alta nobleza, y al parecer de nada honestas cos– tumbres, a pesar de hallarse atada por el santo vínculo del matri– monio. Y como un abismo llama a otro abismo, aquellos engañadores lazos iban atando al hombre, cual a otro Agustín .pecador, con el mortífero deleite que le t.enía esclavizado. Cierta noche, después de rondar la mansión de la dama de sus ensueños, tuvo la osadía de penetrar en !ll recinto, fiado en la cita con .que sin duda aquélla le brindara. Pero no bien hubo traspuesto el dintel, cuando, como por arte de encantamiento, surgieron en tropel amo y criados,·quienes con gran indignación se dispusieron a acometer al intruso. Este pretendió hacerles frente, pero a las voces de aquéllos acudieron otros vecinos del barrio, po~ lo que don Tiburcio, sin retirada posible, no tuvo más remedio que escapar a favor de las sombras de la noche. Cruzó varias calles, y andando, andando, llegó casi inconscien– temente a [a orilla del Guadaiquivhr. Y a la vista de los barcos allí surtos, una idea infernal cruzó por su mente. Juzgaba que tal huida

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