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-25- giitle una palabra «menos atenta» y la furibunda doña Isabel no se paró en barras. Cogió elcuC'hillo que tenía para cortar las vian– das y lo lanzó contra el Gran Prior, y si no lo atravesó fué porque don Martín ·tuvo muy buen cuidado de esquivar el golpe. Era también extrem~damente celosa del renombre de su ape– llido. Cierto día en que había ido de visita a una casa muy prin– cipal, a la doncella qwe la recibió, lle pareció lo más natuml, al avi· sar a su dueña, decirle que se hallaba presente 'la ma·dre del Prior de Navarra. Pero a doña Isabel no le pareció tan natural el trata· miento y encarándose con la doncella, con voz destemplada, ex· clamó: «Sabed para otra vez que nos os suceda dar un recado como éste. Yo por mí misma supongo, sin que necesite de mi hi:i-, al que se ha de conocer por serlo de doña Isabel de Cruzat y no a nú por ser la rnadlre del Gran Prior de Navarra.> Por tanto, es muy natural que con una educación de tan ex· tremada rigidez, el carácter del niño Tiburcio, ya de naturaleza duro y combativo, fuera .exacerbándose en sumo grado, dándose a conocer en él ese genio imperioso e irritante que le había de caracterizar en su vida. Guando apenas contaba catorce años, manifestó a su madre su deseo de marchar como voluntario a la guerra de Italia. Doña Isabel sonrió un tanto compa&ivamente. ¿No senían capri– chos dé niño? Pero el joven Tiburcio repitió su petición en días consecutivos. Su imaginación exaltada con ~os gloriosos hechos de su padre, hermanos y antepasados, hacía que concibiese deseo de ilni– tarles. Ante tan reiteradas súplicas, doña Isabel cedió, y a los pocos días se preparaba la partida. Arrodillado escuchó el muchachct los prudentes consejos que le daba Doña Isa-bel. El joven Tiburcio besó la mano de su ·madre. Después se levantó y la abrazó: En esta despedida no re vieron lágritruls; no en la madre, pues sabía que pudieran oor una rémora ·para la determinación que había adctptado su hijo; no en el hijct, pues quería demostrar su empeño y decisión en el camino emprendido. A los pocos días partió hacia Italia el imberbe mozo. Una fuerza irresistible le empujaba hacia allá, donde los estandartes de la cruz de Borgoña flameaban al viento, al estridente son de pífanos y redoblar vibrante de tambores.
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