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86 El Misionero práctico trágicamente. En cambio Dios premió a David, elevándolo al trono y protegiéndole toda su vida que fué muy larga ( 1). 4.' LA LEY DE JESUCRISTO ¡Se nos hace simpático y amable el joven David por la generosidad de su gran corazón! Y aquel joven no tuvo la suerte de conocer la Ley santa de Jesucristo! La Ley sagrada de nuestro amable Salvador es peren– toria y nos pide generosidad. y grandeza de corazón en grado supe1·lativo. ¿Queréis oir las frases interesantes del divino Fundador del Cristianismo que llaman la atención de los filó– sofos? : Hoc est praeceptum meum ut deligatis invicem sicut dilexi vos (Joan, XV, 12). Con una palabra vibrante anuncia la Ley: He aquí mi precepto que no se deroga. Y cuando ha llamado la atención con el toque sorprendente, dicta con acento de amor: Que os ameis unos a otros como yo os he amado. Y ¿cómQ nos amó el Salvador? Dando la vida por nosotros; ¡por nosotros ingratos, desleales!•.. Y el mismo augusto Legislador aplica la Ley a casos par– ticulares: Dimittite et dimittemini (Luc. VI, 37). Perdonad a vuestro adversario, y seréis perdonados por Dios. ¡Cristianos! Muchas y muy enormes son las deudas que tenemos contraídas con Dios. Nuestra conciencia las pregona. ¿Queremos que Dios nos las perdone? Resolvámonos a per– donar. Quien no se siente con valor para este arranque de generosidad, no rece la oración dictada por Jesucristo: «Pa– dre nuestro, perdónanos nuestras deudas así ·como nosotros perdonamos~. No la rece; porque él mismo pronuncia su sen tencia de muerte. Eadem mensura quae mensi fueritis reme– tietur vobis (Mat. VII, 2). Serás medido con la misma me- (1) Est~ ejemplo puede sustituirse por el de José, hijo de Jacob, que vendido por sus hermanos, les perdonó al llegar a ser virrey de E(Jipto.
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