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j' ' 1 34 P. Angel de Abárzuza El paciellt~. que se ¿a cuenta de lo que pasa a su alrededor (y además se lo dicen) no puede quejarse razonablemente de eso, ni se queja; pero sufre una de las mayores torturas que pueden acongojar a un alma en esta vida. Durante las primeras semanas o meses, acari– cia grandes esperanzas de curarse (ya es prover– bial el optimismo del tuberculoso); pero como el tiempo pasa y la curación no llega, sino que al contrario, la enfermedad se va agravando, empie– zan las esperanzas a disiparse y, por fin, se de– rrumban totalmente, haciendo exclamar al pacien– te, convencido ya de la gravedad de.su mal:E'stá visto; yo ya no me .cw·aré. y este es el instante. hermano mío. en que ·apa- rezco yo junto al lecho de tu dolor. · Y tú me miras con ansiedad, y me preguntas: ¿Hay algún consuelo humano para mí? , Mi respuesta es la siguiente: No, hermano mío. no hay riingún consuelo humano para ti, puesto que tu enfermedad es incurable. Lo que hay es consuelos divinos, y esto es algo más decisivo, más alentador y más magnífico. Durante la noche, es necesario iluminar con luz eléctrica las calles de la.ciudad, para que pue– dan las gentes transitar por ellas; pero cuando aparece el sol triunfador· en el horizonte, puede la empresa apagar todas las luces; mejor dicho.

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