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_ 2_2_8___ __ P. Angel de Abárzuza mano esa era precisamente, el eterno abandono de Dios. Lo cierto es que Jesús, al senlirse sumergido en aquella especie de mundo tenebroso, del cual el mismo Dios estaba ausente, lanzó ese grito de horror y angustia, expresión suprema del supremo de los dolores. cDios mío, Dios m:o ¿por qué me has abandonado? Diez y nueve siglos hace que se dió este grito en la tierra, y parece que lo estamos oyendo todavía. ¡Tal sensación de nove– dad y espJ.nto produce! A esto hay que añadir, que su inteligencia infinita agrandaba sus penas con su mismo poder. porque veía toda la gravedad del pecado, y lodo su número y todas sus circunstancias. Todos los crímenes de la humanidad pecado– ra, pasada, presente y futura, percibidos con una sola mirada, causaron en él el mayor de los do– lores, hasta hacerle sudar sangre en el huerto. Jesucristo se afligió profundamente por peca– dos que no se han cometido todavía. ¡Qué lejanías tan inmensas ve uno extenderse ante sus ojos al pensar en esto, y cómo dilata esa observación la idea que nos formamos de sus padecimientos!

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