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1 ¡ 1 18 P. Angel de Abárzuza a casi todas las fortunas en movimiento, y no es rar<' el ver a uno de esos náufragos, a los cu.ales, después de .agitar durante algún tiempo en su oleajP el océano de la indU&tria, de la banca o del comercio, arroja ·con desprecio a las playas de una isla solitaria. El mundo al ver a uno de estos seres infor– lunados dice. señalándolo con el dedó: ¡es · un arruinado! Varias veces me ha tocado ver y tratar a esta clase de personas, y siempre he creído ver en ellas algo de singular, un matiz de dolor caracte– rístico, especie de cicatriz que ha dejado. al pa– sar por su alma y por su cuerpo. el golpe fulmi– nante de la adversidad. No es su tristeza una tristeza común, sino una nostalgia dolorosa, causada en su espíritu por mil ideas e imaginaciones que desfilan con¡;tantemen– te delante de él. trayéndole a la memoria un mun– do de gloria y de riquezas, que se ha eclipsado quizá para siempre. ¡Y tú, hermano mío, que me lees. estás pa– sando por esta tribulación y te lamentas de ella! Bien explicables son tus lamentos, porque es cesa verdaderamente triste el que un padre o una madre reuna un día a sus hijos para decirlos: Hi– jos míos, hasta hace dos horas éramos ricos y ya no lo somos; somos ·pobres. poco ·me¡,os po– bres que los que veis mendigando por las calles. Y descender luego desde la cima de la riqueza

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