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XVII.-Me tratan mallos míos 133 Pero crecen los hijos, se desparraman lueqo como una bandada de palomas a formarse cada uno su nido por esos mundos de Dios, quedán– dose uno de ellos en casa para prolongar la fa– milia; aparecen lueqo nuevos vástagos en tomo de un nuevo tronco, ·y con esto, el padre pasa a ser el abuelo, deja de ocupar el centro del hogar y se coloca a un lado, yendo a la zaga en .Jamar– cha de aquella caravana por el camino de la vida, avanzando cada vez con más dificultad, hasta que, al fin, se p:ua totalmente, como diciendo •¡Seguid vosotros, que yo no puedo más! •. Pues estos años de debilidad en los padres son la verdadera prueba del amor de los hijos. Si los hijos tienen religión, o, por lo menos, corazón, o siquiera sentido común, ellos se en– cargan de hacer a sus padres dulce y amable la última época de existencia, con un trato cariñoso y condescendiente. Pero hay hijos a los cuales parece que faltan las tres cosas a la vez, el sentido común, el cora– zón y la virtud, y hacen amargos los últimos días de sus progenitores con sus palabras irrespetuo– sas y con sus desprecios criminales. Y lo peor és, que, en ocasiones, los mismos nietos forman coro en esta tristísima tarea, crean-

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