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LAS MOSCAS 17 Esta explicación de Júpiter, magníficamente lograda por Sartre en sus más mínimos detalles acerca del signíficado del origen de la religiosidad de Argos, no evita que Orestes caiga en la cuenta del estado o situación a que conduce la fe en los dioses: «Paredes embadurnadas de sangre, millones de moscas, olor de carnicería, calor de horno, calles desiertas, un dios con cara de asesinado, larvas aterradas que se golpean el pecho en el fondo de las casas, y esos gritos, esos gritos insoportables: ¿eso place a Júpiter?» (p. 14 [90]). En realidad, Orestes inicia una posible respuesta a los razo namientos de Júpiter. Pero, en definitiva, piensa que, en efec to, es un asunto que no le incumbe (cfr. p. 16 [92]). Júpiter, después de reconocer su poder sobre las moscas —casi se reconoce como un «encantador de moscas en mis horas libres»—, se despide, prometiéndoles volver a verlos (cfr. p. 16 [93])... A continuación, Orestes y El Pedagogo vuelven a entablar una interesante conversación. En ella, éste defiende la cultura como libertad de espíritu y como falta de compromiso, como «escepticismo sonriente» y el reconocimiento de que «sólo hay hombres»... Mientras Orestes le reprocha el «daño» que dicha filosofía le ha hecho y 0pta por el compromiso como medio de realización personal y de poseer su propia existencia. Ores tes siente su libertad como dependiendo de un hilo; pero sin tiéndose en su intimidad, en su yo como «libre, gracias a Dios» (pp. 16-19 [93-97])... En este preciso momento aparece Electra. Se acerca, sin ver los, a la estatua de madera de Júpiter y le increpa duramente: «Basura! Puedes mirarme, sí, con esos ojos redondos en la cara embadurnada de jugo de frambuesa; no me asustas. Dime, vinieron esta mañana las santas mujeres, los cascajos de
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