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126 FUEN'I'ES PARA LA HIS'I'ORIA COLONIAL DE VENEZUELA tanto, pensábamos si también habrían enfermado. Por fin, trajeron ca– sabe, un poco de carne, cacao, dulce, limón, etc . Con que ya yo pude respirar y el enfermo se alegró de ello. Luego le hice cacao, que, aunque él no lo gustaba pero lo hubo de tomar por modo de medicina y yo, para sustento, que también lo necesitaba . Por la mañana siguiente, estándome yo quieto porque ya había para pasar algunos días y si el enfermo hubiese querido descansar yo hubiera tomado paciencia, con todo me dijo: "¿ Qué haremo s?" Yo le dije: "V. C. lo ha de decir". Y, como habíamos tomado algún alimento, dijo que probaría si podría caminar. Luego que salimos, hubimos de volver atrás por causa de un grande aguacero. Pasado éste, proseguimos, y todos se adelantaron quedándome yo con los dos enfermos y dos indios . Aun no habíamos andado media legua con bastantes pausas, que me dijo le hicié– ramos un ranchito. Yo no hacía más que encoger los hombros y mandé otra vez a que volviera la gente. El enfermo se sentó al pie de un palo y, sentado, las manos cruzadas en el pecho, temblando de frío y cubierto el rostro y cabeza con un pañuelo, estuvo un gran rato así y me pregun– tó si estaba el rancho hecho. Yo le respondí que cómo lo había de hacer sin la gente y sin hojas. En tonces, cogiendo el indio un manojito de ho– jas y teniéndolas en la mano, le defendía del aguacero que caía. Luego el enfermo se tendió en tierra y, buscando donde reclinar la cabeza, no hallaba cosa, y, reparándolo yo, me arrodillé junto a él y asiéndome de una raís con la mano, puse su cabeza encima de mi brazo y considerando que allí era donde yo me había de quedar sin compañero, tomé el Santo Cristo en las manos y empecé a ayudarle a bien morir. Así estuvo un buen rato y después, con el poco aliento que me quedaba, empecé el Miserere, y a esto iba el enfermo a responder alternando y diciéndome que prosiguiera, y, al llegar al versículo: Asperges me hysopo , me dijo: " ¡ Válgame Dios, aun agua bendita nos falta! " Cierto que cada vez que considero este acto, no puedo detener las lágrimas, porque ver aquel Padre extendido en tierra, no dura, que blan– da estaba por lo mojada, con un hábito que apenas tenía sino la forma, los pies desnudos sin sandalias, que no parecía sino un San Francisco cuando murió, el indio sirviéndole de ranchito con unas pocas hojas y yo arrodillado, levantado el hábito hasta la rodilla, también descalzo, mojado y lleno de pantano, con el Cristo en la mano, llorando, que no parecía sino otro Fray Miseria, me causó tal emoción que no puedo ex– plicar, porque una cosa es hallarlo aquí en el papel y muy otra hallarse a la realidad. Después dije al P . Mariano que se hubiera podido tener

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