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77 La frase consabida les ha dado, a su juicio, la noción de su valer, y a ella se atienen du– rante' toda su vida. Y si hay alguien que, con ocasión de un sermón, se aventura a señalarle a ese predica– dor un desacierto, se pone súbitamente en guardia y responde en tono de suficiencia y altivez : Y o no necesito advertencias ni con– sejos de. nadie. Sé como predico, y no tengo nada que corregir. El castigo de esa vanidad y obcecación, ya se sabe cual es; el llevar sobre sí para siempre la carga de sus defectos sin enmien– da posible, porque ya no hay nadie, que ten– ga valor sufü;iente para hablarle ni remota– mente de ellos, por no darle un disgusto que le amargue la existencia. ·¡Cuán de otro modo proceden los hombres de talento y comprensión! El primer día en que disertó en el Conci– lio de Trento el célebre Melchor Cano lo hi-

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