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mismo, hace salidas de carril de su discurso para volver luego a él; cambia a veces unas palabras por otras, que en aquellos momentos le dicta la inspiración, y habla con tal natu-· ralidad y con tal espontaneidad, que el audi– torio juraría que aquel ministro de Dios que le dirige la palabra está inventando entonces mismo todo lo que le dice. Y este es el gran triunfo de la oratoria, convertir lo mecánico y preparado, en natu– ral; y lo artificioso, en algo palpitante, fres– co y lleno de vida. Comparad este cuadro· con el que ofrece ese otro sacerdote que ha tomado pie de la confianza en los fieles, para convertirla en descaro y falta de preparación. Al presenciar el desbarajuste en los movi– mientos, en la entonación, en los razonamien– tos difusos, en las ideas, varias veces repetidas, exclama uno para sí: ¡Qué libertad tienes para hablar! ¡Qué poco temor te inspira el púlpito! ¡Qué dominio demuestras del audi– torio! Pero, amigo mío... ¡qué mal lo haces!
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