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ciese. Así lo hizo, pero con tal moderación, que después de mostrar claro y patente su ortodoxia por un lado y su integé– rrima pureza por otro, trató con tal consideración a sus ene– migos, que no se le escapó ni una palabra contra ellos, que pudiera lastimarlos lo más mínimo. Tenía presentes aquellas ¡,alabras de Ntro. Señor Jesucristo: "Amad a vuestros enemi– gos, y haced bien a los que os aborrecen". (Math.V44,) . Deseando dar a Dios la prueba más palmaria de su amor a El, su vida con el martirio, pidió a los Superiores lo destina– ran a las misiones de Oriente. Fuéle otorgada esta gracia. Dios lo llevaba a la palma ambicionada por caminos, al parecer, los menos sospechados, y que en realidad lo acercaban a su fin. lo mandaron a París, a la escuela de lenguas orientales, que allí habían abierto sus Hermanos, para que se iniciase en los conocimientos que habían de serle tan necesarios. Mientras trabajaba en su estudio, como conocía a per– fección el alemán y el francés, predicaba en ambas lenguas a distintos auditorios. Los numerosos alemanes de la parroquia de San Sulpicio, atraídos por la bondad y el celo que admiraban en él, le pi– dieron encarecidamente se encargase de su dirección religiosa, lo que aceptó él con mucha complacencia; y trabajó intensa– mente en bien y pr_ovecho de las almas. Para hacerlo mejor, dejó el convento de Capuchinos de Marais, en que moraba, y fué a vivir en una casa particular, próxima a aquella pa– rroquia. En esa labor tan apostólica se hallaba ocupado el P. Apolinar, cuando empezaron a sonar los primeros disparos de la Revolución Francesa, que tantos estragos había de causar. Las primeras medidas son anuncio de otras peores, y bien pronto es el juramento cismático el que se exige a los sacerdotes: contra la resistencia hay sanciones muy severas, y empieza la persecución. Intimado el P. Apolinar a emitir su juramento, declara con entereza que él se somete a la autoridad civil en todo lo que sea de su incumbencia, pero que exceptúa expresamente !os derechos de la Iglesia y de la Santa Sede. El juramento, - 90 -

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