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de formar parte de ella, al mismo tiempo que brotaron en su corazón vivísimas ansias de ser también mártir, como aque– llos, cuyos cuerpos veneraba con tanto entusiasmo aquella ciudad. Así fué el ingreso de San Antonio en la Orden que San Francisco acababa de fundar. Su vida en la Orden fué de eminente santidad. Aquellas palabras de Ntro. Señor Jesucri~to "el reino de Dios está dentro de vosotros" tuvieron en él un exacto cumplimiento, pues en su corazón no reinaba ~ino solo Dios. De ahí que no debe extrañarnos que el Divino Niño descendiese con tanta frecuencia a sus brazos, llenándolo de celestiales delicias. Y es claro, amando así a Dios con amor tan intenso, había de amar también mucho a los hombres. Por eso mos– traba un empeño tan grande en salvarlos. Luego de ordenado de sacerdote, logró la obediencia para ir a Marruecos, a pre– dicar el Evangelio a los mahometanos y conseguir tal vez la palma del martirio, como aquellos primeros Mártires que fue– ron la causa de su vocación a la Orden Franciscana. Se conoce que Dios lo quería más bien apóstol que mártir; así que por falta de salud tuvo que volver muy pronto a Europa. Salió la nave de Marruecos con rumbo a España, pero vientos con– trarios la llevaron a las costas de Sicilia, y así el resto de su vida lo pasó en Italia, ya enseñando las sagradas letras a los jóvenes de la Orden, pues fué el primer Maestro de Sagrada Teología, nombrado y felicitado por el Seráfico Padre, ya predicando con celo y sabiduría incomparable, que el Señor se complacía en confirmar con maravillosos milagros, como cuando predicó en el Consistorio delante del Papa y de algu– nos Cardenales, al cual Consistorio asistían griegos, france– ses, alemanes, eslavos, ingleses y de otras diversas naciones, y todos declararon haberle entendido en su propia lengua, como si hubiera hablado sólamente en la de cada uno; y el mismo Papa, maravillándose de la profundidad de su doctrina y del modo d~ exponerla, dij o: "Verdaderamente éste es Ar– ca del Testamento y ai'mario de la Divina Escritura". Y como cuando el mulo de aquel hereje, que no creía en la realidad de la Sagrada Eucaristía, se arrodilló ante la Hostia consagrada que le presentó el Santo, dejando a un - 14-

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