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-46- por no decir siempre, es indicio suficiente de un verda– dero llamamiento divino. En cuanto al celo por la salvación de las almas en el que es envíado, hemos de decir que ese celo debe emplearse ante todo, en el cuidado de la propia alma, no buscando en lo que se hace sino la gloria de Dios. Si realmente existe ese celo, si en los deseos, que el aspirante tiene de ir a misiones encuentra calor y fuer– za para hacerse mejor y adelantar en el bien, si con él goza de esa quietud y,calma de espíritu propia de los que han encontrado el centro de sus aspiraciones y un campo digno de su actividad, entonces se puede estar cierto de que la vocación existe y nos encontramos frente a un llamamiento verdaderamente divino. No es, en efecto presumible que la naturaleza, el capricho o las ilusiones del demonio arrastren a un sa– cerdote, a un religioso o religiosa, hacia una vida tan hermosa y meritoria pero al mismo tiempo tan difícil y mortificada como es la del misionero católico. Y si no es el celo de Dios y de las almas el que le mueve, ¿que otro móvil puede empujarle para ir allí? ¿Irá en busca de aventuras o argumentos de novela? ¿Se decidirá a embarcarse con el fin de hacer un viaje de recreo o de instrucción cruzando tierras y mares como si fuera un príncipe de sangre real? ¿Marchará tal vez a guisa de corresponsal de algún diario o revista? O lo que sería peor todavía ¿emprenderá su viaje por huir de la obe– diencia, de la disciplina, del trabajo pesado que tiene que soportar en su parroquia o convento? Repito que nada de esto es creíble.

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