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-34- han fundado hace poco sus revistas misioneras y ya se notan sus efectos en los grupos de misioneros que han podido enviar a diversas partes. En las diócesis del norte de Italia, donde está más arraigada y extendida la afición a dichas lecturas, se da mayor número de mi– sioneros que en las diócesis del centro y sur de la pe– nínsula. Este fenómeno no debe extrañarnos ya que el axio– ma «ignotí nalla cupido» es siempre verdadero, aun tratándose de asuntos misionales. La lectura de misio– nes encanta y conmueve a la juventud desarrollando en sus corazones el gérmen de los nobles ideales, que una mano invisible y providencial había sembrado en ellos. «Desafío a cualquier cristiano, digno de ese nombre, a que lea las páginas de los «Anales de las Misiones católicas» donde se narran las luchas con el demonio, los errores del paganismo, las apostasías de los pro– sélitos, las aspiraciones de los infieles, la dificultad de las conversiones y los gemidos y súplicas de nuestros misioneros, sin repetir las palabras de Clodoveo al es– cuchar la historia de la Pasión de Jesucristo: ¡Oh! jpor qué no habría estado yo allí con mis Francos!» Lo sa– bemos por experiencia. El ejemplo produce siempre una generosa emulación. Temístocles ciñe la espada atormentado por el recuerdo de las victorias de Milcia– des. Julio Cesar suspira al contemplar la estatua de Ale– jannro Magno y exclama: ¡A mi edad había él ya con– quistado el mundo y yo todavía no lo he hecho! y se lanza a la victoria. «¿Cómo no podré hacer yo, lo que estos y aquellos pudieron hacer? dice San Agustin y se convierte.

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