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-334- no de Dios, aquellas almas que nos fueron ya queridas, en la tierra y que nos deben su felicidad eterna. Y ahora, antes de separarnos, permíteme, oh joven misionero, que te dé un último consejo, tal vez el más difícil de todos, el más arduo, pero también el más im– portante de cuantos te he dado. Y es éste. Un apóstol debe morir, si la obedienciacia no manda otra cosa, so– bre el campo del apostolado. Así lo quiere el Señor. Un misionero que marchara llevando consigo el bi– llete de vuelta, no sería misionero sino a medias y no del temple de aquellos de los cuales he querido hacerte émulo con mis consejos. Ciertamente que este consejo que te doy acobarda a la naturaleza, pero la esperanza del premio eterno, y el amor de Dios y de las almas, deben obligarnos a permanecer en el campo de batalla hasta la muerte. Que ninguna de las almas, que nos se– ñaló el Señor al elegirnos para apóstoles suyos, falte a nuestra corona. Y así podremos también nosotros repetir un día con S. Pablo: «Bonam certamen certa– vi; carsum consamavi/ /ídem servavi,» y después... ¡el cielo! He aquí, una vez más, los deseos de un anciano misionero.

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