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-300- portancia, que estos consejos encierran, los cuales en muchas partes son también leyes sinodales. Habituados como estamos a la sinceridad y buena fe de los países cristianos, ni siquiera sospechamos al principio, la astu– cia, la doblez, el engaño con que proceden los pueblos~ cosas en las que son todos ellos maestros consumados. Aun tus criados, tus catequistas, tus consejeros, toda la gente, en una palabra, que te rodea, poseen una gran dosis de esas malas cualidades y si no estás muy alerta, no será difícil que dejes tu reputación y aun tu concien– cia en alguna de sus emboscadas; quiero decir que co– meterás grandes injusticias, tal vez sin darte cuenta, y harás odioso tu ministerio echando a perder en poco tiempo lo que con tantos trabajos y fatigas edificaron los otros misioneros. ¡Ay de la misión a la que llega un joven crédulo e inclinado a las intrigas y que se aventura, sin ayuda de la experiencia, por el mar peligroso y traidor de las causas, cuestiones y procesos! Como se comprenderá, todo esto se refiere natural– mente a las causas públicas, en las que tiene que inter– venir la autoridad civil, o a las que no son de incumben– cia propia del misionero, por ser infieles los conten– dientes. En cuanto a las otras causas, es decir, a las pequeñas e inevitables discordias y discusiones, que pueden suscitarse entre los cristianos o bien entre cris– tianos y paganos y las cuales pueden arreglarse sin sa– lir de la casa del misionero y aun por medio de los ca– tequistas, no es bueno que el misionero se desentienda por completo de ellas. Ya en su tiempo quería San Pa– blo que las diferencias que surgían entre los cristianos,
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