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parte considerable de él, aun cuando al parecer hayan sido provocadas por motivos no sobrenaturales. En efec– to, es casi imposible que en una gran multitud de con– vertidos, no haya algunas conversiones sinceras, y en todo caso el misionero puede explotar en provecho pro– pio el entusiasmo religioso del momento, para fundar escuelas, nombrar catequistas, arreglar antiguos litigios, etc. Y de este modo, aun las intenciones menos rectas pueden poco a poco ser enderezadas y si con el tiempo es necesario hacer una selección, puede hacerse sin te– mor ninguno, seguros de que siempre hallaremos una buena parte de cristianos, que permanecen fieles. En estas ocasiones lo necesario y al mismo tiempo lo más difícil es asegurar la perseverencia. Si el misio– nero pudiera trasladar allí su residencia, la cuestión se facilitaría enormemente, pero si, como sucede enlama– yor parte de las casos, se ve obligado a encomendar los nuevos prosélitos a un catequista, debe poner un cuida– do muy especial en su elección. Toda nueva conversión que llena de alegría a un apóstol, enciende en el mal catequista y en el maestro ambicioso el deseo de explotación y dinero. Y si no se les vigila, intervienen como en país conquistado dispues– tos a usufructuar en provecho propio la nueva situa– ción que se les ofrece. Con tales gentes la fe, la instruc– ción religiosa, el decoro de la Iglesia y hasta su fama y la del misionero o no existen o pasan a ocupar un lu– gar muy secundario. Toda su actividad y su celo se em– plea en arreglar y disponer los bienes materiales de sus recomendados con el fin de enriquecerse a sí mismos. De aquí los lamentos, los disgustos, las deserciones, las
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