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-276- to él como el resto de su familia; estudia si hay garan– tías suficientes de un éxito probable y sólo entonces inscribe al recién venido en el número de sus catecúme– nos, o lo despide si no le satisfacen las disposiciones que presenta o las garantías que ofrece. Esta severidad causa a veces admiración y escán– dalo al nuevo misionero. Este no puede ni siquiera sos– pechar, que haya hombres que se atrevan a profanar un acto tan serio y solemne, como es el de abandonar los propios ídolos y hacerse cristianos, con fines torcidos y hasta perversos. Sin embargo los hubo en tiempos pa– sados y la experiencia de los años enseña, que los hay también en los nuestros y es contra ellos que procura deienderse el misionero experimentado. Por eso, para que no seas víctima de estas traicio– nes, yo te aconsejo, oh joven misionero, que desees mu– cho la conversión de los pecadores y de los infieles, pe– ro que creas poco en la sinceridad de tales conversiones, hasta que no tengas pruebas suficientes para ello. Es lo que hacía también el Divino Maestro, según nos lo cuenta San Juan. Confieso que no es éste el medio mejor para llamar la atención de las gentes y hacer mucho ruido en derredor de uno mismo. Obrando así no pueden presentarse largas listas de convertidos, ni mos– trarlas a la admiración de los superiores, compañeros y amigos, como verdaderas conquistas realizadas, pero en cambio los pocos prosélitos que tengas serán seguros y con ellos es con los que se llenan poco a poco las iglesias y se forman las buenas cristiandades. Menos temor de engaño y más esperanzas de éxi– to hay en las conversiones en masa de un país o de una

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