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-269- a veces tienen lugar en el campo del apostolado. En– tonces es cuando el bien se paraliza, cuando los cristia– nos huyen y no se ofrecen a ayudarte; voces de escán– dalo, de apostasía, de deserciones se oyen por todas partes, casi sin interrupción, como los meses de Job; nadie tiene interés por aprender las oraciones: las es– cuelas no funcionan; la capilla está desierta; los cate– -quistas andan perezosos; los libros de la misión empol– vados por falta de uso; los viejos mueren sin sacramen– tos; los niño~ no reciben el bautismo. Tú lloras, gritas, ruegas, repites cien veces las mismas exhortaciones, los mismos consejos; te esfuerzas por hallar en tu cora– zón la palabra que conmueva a aquellas almas y cuando crees que la has hallado y la lanzas a tus hijos como un pedazo arrancado de ese músculo sensibilísimo, no tie– nes más remedio que confesar después, que todo eso no ha servido para nada. Pues bien ¿qué hacer entonces? ¿Perder el ánimo..? ¿Abatirse, marcharse..? No, también el Divino Maes– tro, Jesucristo, fué abandonado por muchos de sus dis– cípulos en el momento que les anunciaba el don más grande de su Divino Corazón, la Eucaristía. Pero ¿aban– donó por eso o siquiera interrumpió su divina misión? ¿Condenó a los suyos? ¿Desesperó de caracteres tan débiles y de gentes tan carnales? No. ¿Crees por ventu– ra, oh joven misionero, que el practicar el bien solamen– te es dificil para tus cristianos o que en otras partes la gracia destruye la naturaleza corrompida hasta el punto de convertir en ángeles a los que hasta hace poco eran esclavos del demonio? Creo que no eres ya un niño para pensar semejan-

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