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-242- sionero ha abandonado todas las comodidades que le ofrecía la civilización de su país, no para ir a gozar y re– galarse en las misiones, sino para trabajar y sufrir fati– gas, incomodidades y privaciones, para hacer peniten– cia de sus pecados y de los agenos y aumentar de este modo, en provecho de las almas, los méritos de la Pasión de jesucristo. Esto lo admiten todos en teoría. Aquellas palabras de Jesús: «El que no lleva su cruz no puede ser mi dis– cípulo», son demasiado claras para que puedan admitir interpretaciones benignas y por lo mismo arbitrarias. Sin embargo no faltan en la práctica, quienes creyén– dose muy ajustados a las leyes de la mortificación, nun– ca creen estar bastante provistos de todo. Camas, vesti– dos, criados, muebles, mesa, abundancia y lujo de lite– ras, caballos, carros, y coches, en suma, todo lo que tienen da sensación de grande, de noble, de supérfluo. Dicen ellos que así lo exige la propia dignidad, las re– laciones que frecuentan, las exigencias del lugar y hasta las conveniencias del ministerio; que toda esa ostenta– ción de lujo no es sino una necesidad que se ven obli– gados a soportar. Tal vez sea así, pero entre tanto nada hacen por librarse de ella y volver a la humilde senci– nez de la vida apostólica. Es la suerte que corren todos aquellos, que no se imponen desde el principio un programa serio de mor– tificación y no saben o no quieren reaccionar contra los abusos que destruyen virtud tan necesaria. Obligados en cierto modo a vivir, al menos exteriormente, una vida cómoda y a dejar muchas de aquellas prácticas de peni– tencia, que aprendimos en el Seminario o en el Conven-
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