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-91- Pues lo diré con ruda franqueza, ya que el sacer– dote debe hablar claro y alto cuando sea nece– sario, a imitación de San Juan Bautista. Se con– fiesan con el camarada de sus placeres a quien manifiestan sus secretos, sin tener en cuenta que serán delatados cuando les falte dinero pata con– vidar. ¿Sabéis quién es el confesor del hombre de alta posición social? El vil adulador a quien co– munica cuanto h1 ;1.ce o piensa hacer. ¿Queréis conocer al confesor del hombre impuro que gas– ta en orgías su saluJ, sus bienes propios y aca– so también los ajenos? Pues les diré, que es la mujer descocada y exigente, que, con bajezas y zalamerías, roba a los maridos infieles las joyas de su madre, el amor de su esposa, el oro de sus hijos, los secretos más sagrados del hogar, el honor de la familia, y sieníbra la discordia entre los cónyuges, reinando con increible des– potismo sobre el cuerpo, el alma y los bienes del infeliz amante. Y todo esto, ¿para qué? Para que el día menos pensado se rompan aquellos frágiles lazos de la carne, y declare con cinismo toda su vida culpable. Como se ve, la confesión es una necesidad imperiosa del hombre, que de un módo o de otro la ha practicado siempre; pero no hay du– da que aquellos que se apartan del redil de la Divina Pastora equivocan la elección. Presente– mos esta cuestión bajo otro punto de vista. De– mos a las almas pastos más saludables que las
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