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-87- seau intenta justificar sus crímenes. Ambos tie– nen distintos puntos de vista; mas los dos obe– decen al mismo secreto impulso de comunicar– se. La prensa nos dice todos los días que .mu– chos criminales, a quienes especiales circunstan– cias pudieran dejar impunes, se presentan a las autoridades diciendo: Yo soy el delincuente. Aun en las religiones falsas vemos que se ha practi– cado la confesión de un modo o de otro. «Había en los misterios de Baco y Adonis, dice el docto Guillois, sacerdotes encargados de oir las confe– siones, los cuales llevaban una llave colgada a la espalda, símbolo del secreto que debían guardar. En Samotracia' precedía a los sacrificios expiato– rios la confesión hecha al purificador. Plutarco nos presenta a Marco Aurelio y al general lacedemo– nio Lisandro confesándose con el hierofante. En la mayoría de los pueblos de Grecia y Asia las personas agitadas por remordimientos de con– ciencia, se sometían al examen del oidor; el cual, previo juramento de ser virtuosos en lo sucesi– vo, los despedía con dos palabras egipcias que significan: velad y sed puros.» (1) No hay para que aducir más textos. Con to– do, aun hemos de ver más clara la necesidad que el. hombre tiene (le buscar aHvio a sus pesares. Ahondemos un poco. El alma necesita de un ór- O) Beneficios sociales de los sacrnme11tos. La– sagabaster. Sevilla, 1890.

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