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-66- nes. Otros, de tal manera se apoyan en la fe, que prescinden de la razón, no dándole valor ninguno. Repitamos que ambos sistemas son absurdos, y que están condenados por la Igle– sia. Diré dos palabras acerca de cada uno de ellos. Repeto al sistema racionalista, conviene re– cordar un hecho histórico de singular interés. El 19 de noviembre de 1793, unos fanáticos, . hollando con el mayor cinismo la ley divina, y sin respeto alguno a la moral y al pudor, colo– caron a una mujer impúdica, deshonrada y li– bertina, nada menos que sobre el Tabernáculo del Dios vivo, en nuestra Señora de París; y allí, (horror da decirlo) en la forma más repugnante y grotesca que criatura humana, por baja y co– rrompida que sea, pueda concebir, la adoraron con el pomposo nombre de Diosa de la razón. ¡Qué ceguedad tan monstruosa, Dios mío! Aque– Uos hombres abandonados a sus propias pasio– nes, cual fieras heridas acosadas por sus perse– guidores, cometieron luego tales desmanes, que por su número y por sus circunstancias, hacen de aquella época una de las más repugnantes, bajas y sangrientas que registra la historia. ¡Insensatos! Los medios los convirtieron en fin. Lo dieron to– do a la materia, a las pasiones, y nada al espí– ritu. «Conocieron a Dios, dice San Pablo, mas no lo glorificaron como a Dios; antes se desva– necieron sus pensamientos, y se desvanecieron

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