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-116- digo: Fame pereo. ¡Qué triste verdad, h m, es ésta! Muchos mueren de hambre, porque; como el hijo pródigo, han abandonado la casa paterna donde todo era abundancia, amor y grandeza. Mueren de hambre, porque tienen por dioses a sus vientres, y se hacen esclavos de sus vicios y concupiscencias. Mueren de hambre y de sed, porque van a beber en las cisternas rotas que no pueden contener sus inmundicias, en vez de apagar su sed en las aguas puras y cristalinas que Jesucristo prometió a la Samaritana. Mue– ren de hambre, porque adoran al becerro de oro, y el Dios escondido en el Tabernáculo, es un Dios desconocido para ellos. ¡Oh Jesús, esas al– mas redimidas con tu sangre mueren como Adán, teniendo a su alcance al verdadero áFbol de la vida! Mueren porque te abandonan, porqué te vuelven las espaldas, porque no te conocen. ¡Jesús mío~ te diré con San Alfonso de Ligorio, qué pocos amigos tienes, qué pocos amigos tie– nes! Mucho temo, h. m., que algún día reproche a esos hijos pródigos con estas palabras de Isaías: «Todo el día he tenido abiertas mis manos y mis pies a un pueblo incrédulo y rebelde». (1) Abier~ tas están sus manos y su amante corazón en el Sagrario, y, no obstante, nuestra ingratitud aun nos dice dulcemente: «Venid a Mí todos, y yo os aliviaré». «¿Qué es lo que debí hacer más de esto (1) Ad. Rom, X, 21.
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