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., -110- santos; que no muera, ni nadie lo pueda arreba– tar, sino que sea la vida, la misma vida? Por– que es un hecho bien probado en la historia, que la humanidad se ha agitado siempre en lo– cas convulsiones de vida y de placer, sin que haya podido nunca satisfacer sus anhelos ni al pie de los dólmenes celtas, ni en las aras de los dioses lares, ni ante las pirámides de Egipto, ni entre las esfinges babilónicas, ni ante los ídolos romanos, ni con la cultura griega, ni en fin, con nada de lo criado. El rey Asuero dió un convite que duró más de 180 días, y fué tal el lujo y es– plendidez que desplegó el monarca, tan extraor– dinarias fueron las circunstancias con que lo pre– sentó, que, a no ser por la autoridad de la Sagra– da Escritura que lo cuenta, más lo tendríamos por fábula que por realidad. Magníficos fueron sobre toda ponderación los banquetes y las or– gías de los emperadores romanos, presentados con refinad a ostentación, según cuentan los his– toriadores y los poetas; y, ¿qué? Aquello pasó rá– pidamente, las almas quedaron vacías, y mal de su grado, tuvieron que decir con Salomón: «To– do es vanidad de vanidades». (1). Para nutrir la vida espiritual de Adán ino– cente, el mismo Dios, que es manjar de los es– píritus angélicos, descendía en las áuras de la (1) Eccles. I, 2.
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