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-96- Diego de Cádiz, P. Claret, entre miles y miles que pudiera citar. Recordad la labor de los mi– sioneros y de los confesores. Es, imposible bos– quejada siquiera en un sermón. ¿Quién podrá contar la historia gloriosa del confesonario? iCuántas lágrimas ha enjugado, cuántas con– ciencias ha calmado, cuánto oro ha restituído, cuántos enemigos ha reconciliado, cuántas gra– cias ha derramado sobre la tierra! ¡Oh, bendito sea mil veces el santo sacramento de la Peniten– cia! Pastora divina de almas: ayúdanos a dar gracias al Buen Pastor por habernos dado tan saludables pastos. Además de esto, había que crear al peniten– te, y lo crea; pero de un modo tan maravilloso que sorprende y admira. Al penitente le manda, ¿quién lo diría?, le manda que se arrodille de– lante de un hombre pobre, sencillo, sin genio, sin gloria, que muchas veces será inferior a él, y le abra de par en par su corazón, y le manifieste todas sus culpas; y tal fuerza y virtud dará al penitente, que aquello que oculta a sus enemi– gos, lo que no revela a su esposa, ni a los hijos, ni a nadie; aun aquello cuyo solo recuerdo le sonroja, lo dirá de rodillas al confesor. Además, nadie puede exceptuarse de este mandato. Es una ley que hemos de cumplir todos por igual, dando al alma el alimento que necesita para que salga del estado de la culpa, y recupere la gra– cia perdida. Por tanto, han de confesarse todos

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