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34 S a n F é 1 i x d e C a n t a I i e i o humor. La muerte parecía para él la más in– teresante aventura, una regalada esperanza, detrás de la cual no hay más que triuntos y dichas. Era el corredor que llegaba victo~ rioso a la. meta. «Bonum certamen certa.vi , fi– dem servavi». «He peleado en buena bata– lla, he guardado mi fe». Eran los días en que se celebraba en el convento de ·Roma el Capítulo General de la Orden. Aquellos venerables religiosos, que h_abían llegado de_ todas las provincias capu– chinas, pudieron ser testigos de la santa muerte de Fray Félix. La estrecha y pobre celdilla. no podía contener a todos los que deseaban escuchar las postreras palabras de aquel anciano que agonizaba envuelto en transportes de amor divino. Uno de los pa– dres, el célebre predicador Matías Bellinta– ni de Saló, orador elegante y literato gala– no, se acercó al santo moribundo y le pre– guntó: «¿Me conoces, Fray Félix?». El· en– fermo abrió los ojos y contestó sonriendo: «Te conozco, te conozco, mayo florido». A veces, los ojos del :moribundo se clavaban largo rato en el cielo y su rostro se ilumi-

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