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estuvieron comiendo, y el P. Fr. Eugenio estuvo tan profundo que acabando de comer les preguntó de qué habían hablado, que se admiraron de la pregunta, viendo que a nada de lo que habían dicho estaba atento; tan elevado estaba de continuo en Dios, que ni lo que se hacía cerca de sí advertía. Y aunque sus mayores delicias y más continua contemplación era de la divinidad y de sus divinas perfecciones, no las hallaba su alma menores en la de la humanidad de Cristo Señor nuestro; singularmente las hallaba grandes en la de los misterios de su niñez. En estos se encendía y derretía su alma en incendios de amor y en unas dulces ternuras, que no pudiéndolas retener rebosaban en gozos y dulces lágrimas a fuera, considerando a la infinita grandeza y majestad de Dios hecho niño tierno y humilde. Y no se extraña que un varón de tan alta contemplación se ocupase en las consideraciones de Dios niño, que no perdía las vistas de su divinidad, antes en ninguna parte la hallaba más presto que en las de su humanidad; y sin apartar la una de la otra, con una simple vista de fe las miraba y contemplaba a ambas juntas, unidas en un supuesto; y este linaje de contemplación es más perfecto que el de la divinidad sola, porque halla en él motivos de imitación, de compasión, de agradecimiento, y de grande estimación de las obras que hizo Dios hombre. En esta contemplación había experimentado el P. Fr. Eugenio que se le comunicaba Dios con mayores luces de su divinidad, y que su espíritu medraba, y se encendía más en su amor, y derretía en más dulces lágrimas, y gozaba más amorosas ternuras. Para esto se ayudaba mucho de las santas imágenes que le representaban a Cristo Señor nuestro, y singularmente las de su niñez. Aquí mostraba afectos tan tiernos, que le suspendían y sacaban fuera de sí; y huyendo su humildad los ojos de todos, por no ser visto cuando había de hacer alguna cosa buena y singular, para que buscaba el mayor secreto y el silencio de la noche, en viendo imagen del Niño Jesús, aunque estuviese entre muchos, le robaba tanto su afecto, que sin estar en su mano, no podía dejar de darle muchos abrazos y regalados besos, con tan extraña alegría que le decía mil amorosos requiebros, y con semblante encendido y ternura de sus ojos, todo fuera de sí, con las acciones y afectos como otro Simeón se hacía niño con su 91

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