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rigor, y aun una vez dejó el castigo para Dios, por no hallar en el súbdito esperanzas de enmienda, y lo tomó Dios a su cuenta pues permitió muriese este religioso desdichadamente fuera de la Orden. En esta ocasión los que estaban presentes a este severo castigo, viendo excedía el P. Fr. Eugenio los términos de su ordinaria blandura y notando el rigor de las palabras con que le reprendió, juzgaron había tenido revelación de su fin desastroso, porque le reprendió con tal espíritu que no sólo se les estremeció a ellos el corazón, sino que les pareció que hasta las paredes habían temblado a tanto horror de reprensión, y se confirmaron en su juicio cuando supieron el fin desastroso que tuvo este fraile. Celaba sobremanera la honra de los religiosos, sin que por él se supiera el menor defecto secreto de ellos; esto era lo que más encargaba en sus pláticas, que se guardasen de ofenderlos en ella, y si algo sabían lo callasen, y si pedía remedio, se lo dijésen a él como a padre, y él pondría el más conveniente, porque no corra riesgo su fama: “No tiene otra cosa, (decía), el religioso, y si una vez la pierde, dadlo por perdido, que ya no hará más cosa buena”. Fue en esto tan extremado, que los papeles que contenían algo de esto, mientras fue Provincial no los fio jamás a nadie, ni de llave, ni de otro secreto que de sí mismo; consigo los llevó siempre hasta la muerte, y entonces cerrados y sellados los entregó al religioso que tenía más confianza, para que de la manera que se los daba los entregase al Provincial que sería después de su muerte. En consolar a los religiosos en sus necesidades espirituales y corporales, fue su caridad de verdadero padre, no sólo con palabras y razones de consuelo, sino mucho más con obras cuando la necesidad lo pedía; y quedábanlo tanto, que les parecía habían recibido de manos de Dios el consuelo. Estando una vez en el convento de la Ollería una Semana Santa haciendo la visita de él, recibió una carta de un religioso que estaba en otro, en que le decía que se hallaba con una grande aflicción espiritual y necesitaba de su consuelo; que si le daba su bendición, iría a verse con él. Leída la carta, lo dejó todo y fue a consolar a aquel religioso al convento donde moraba; y dejándolo consolado y remediado, volvió al de la Ollería a proseguir su visita. No perdonaba a ningún trabajo, caminando siempre a pie y aun descalzo en invierno y en verano, y siempre con poca salud; y ya viejo y en el 85

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