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Dios por dar mayor gusto a Dios. Como tenia don de contemplación, llevaba siempre elevada en Dios su mente, tan suspenso que no usaba de sus sentidos, ni de sí mismo se acordaba. Juzgó que esto le podía ser estorbo para el gobierno, que le obligaba atender más a los súbditos que a su quietud y gozar los regalos de la dulce contemplación; y haciéndose fuerza, se privaba de ellos y echaba por otro camino de oración menos quieta e interior, como se lo dijo a su íntimo amigo el P. Fr. Gregorio de Valls, que en este tiempo dejaba el modo de oración de quietud y se valía de sólo la afectiva; que tomaba cada día un salmo de David y que sobre él iba haciendo actos de amor de Dios y de otras virtudes, empleando sola su voluntad en actos anagógicos 114 y oraciones jaculatorias, dejando desembarazado el entendimiento de consideraciones y de discursos; y cuando se le ofrecía algo que tocaba al gobierno, aun de estos afectos cesaba, para discurrir sobre la materia que se le ofrecía, pensando en los medios de su mejor ejecución; y tomada una resolución, volvía con mucha serenidad de ánimo a los mismos afectos. Como supo tanto de la seráfica Regla, hacía sobre ella pláticas muy doctas y llenas de espíritu seráfico, con que daba a los religiosos mucha luz para su pura observancia, y de la obligación que tenían por su profesión de caminar siempre a la perfección, valiéndose de los medios que la misma seráfica Regla tiene señalados a sus profesores, en que está toda la del fraile menor. Jamás dejaba de castigar las culpas, pero hacíalo de tal modo, tan humilde y caritativamente como lo manda el P. S. Francisco, que su suavidad y prudencia dejaban agradecido al culpado y obligado al arrepentimiento y enmienda de la suya. No era severo en castigar, antes declinaba siempre a la piedad. Si conocía que una reprensión secreta bastaba para la enmienda, no daba más penitencia al culpado, porque decía que si el fin del castigo o el perdón de la culpa es la enmienda del súbdito, consiguiéndose con el perdón, al prelado no le queda más obligación; y “más quiero, (decía), me pida Dios cuenta de muy misericordioso que de sobrado severo, que este modo de gobierno él mismo me lo ha enseñado”. Pero cuando la culpa lo pedía, sin exceder los límites de la justicia, la castigaba con el debido A ctos dirigidos a la elevación y enajenamiento del alm a en la contemplación de las cosas divinas. (Antonio de A lican te escribe anagóricos). 84
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