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hijo de uno que había sido esclavo de los condes de Oliva, instigado (a lo que se deja entender) de Satanás, a quien era molesta la oración de nuestro santo niño, no una sino muchas veces había tomado a destajo perturbar la quietud con que estaba orando, ya molestándole las orejas con una pluma, ya escupiéndole en el rostro y aún dándole en el suyo fuertes bofetadas, y aún dándole vaivenes y empellones. Y estaba a todo tan insensible nuestro Eugenio, que no sólo no dejaba la oración, ni aún los ojos levantaba para ver al que turbaba su quietud, ni la mano levantaba para limpiar las salivas que le había escupido en el rostro, que se tenía por cierto que estaba enajenado y privado de sus sentidos, y los que a este tiempo se hallaban en la iglesia, igualmente admirados de la constancia de nuestro Eugenio, que ofendidos del atrevimiento y porfiada molestia del hijo del esclavo, se levantaban y a empellones y golpes le echaban de la iglesia. Esta era la perseverancia en la oración de nuestro Eugenio en los tiernos años de su juventud, y no sólo de día en la iglesia sino de noche en su casa pasaba muchos ratos en ella, como lo atestigua el licenciado Fortuñ, presbítero, que vivía en casa de su padre, y durmieron ambos mucho tiempo en un mismo aposento, que ninguna noche se acostaba el devoto niño que no estuviese antes una hora de rodillas en oración muy quieta delante un altar que había en el mismo aposento. En este tiempo se confesaba y comulgaba muy a menudo. Todos sus ejercicios de devoción y su vida ejemplar y admirable [hacían] que todos los de su lugar le miraban y veneraban por santo y de vida tan inculpable, que hay testigo que afirma que no se hallaba en todo Oliva ninguno de los que le conocieron que pudiese decir que todo el tiempo que estuvo en ella le habían visto hiciese cosa que llegase a ser culpa venial. Viendo tan loables costumbres en años tan pocos que prometían en adelante santidad mayor, un sacerdote secular de su lugar, a lo que se cree inspirado por Dios, se ofreció al padre de nuestro Eugenio de enseñarle la gramática. Agradecióselo, y el buen clérigo teniendo por cierto hacía en ello un servicio muy agradable a Dios, emprendió enseñársela con veras. Y halló en él tanta capacidad que no hallaba en ello dificultad alguna, aprendiendo con tanta facilidad todo lo que le enseñaba, que afirmaba con verdad que jamás le fue necesario decirle dos veces lo que le había enseñado una; con que en breve tiempo se 74

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