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adornado de tan loable costumbre, que se llevaba tras sí los ojos y la admiración de cuantos le miraban atentos, que daban loores a Dios viendo en tan tiernos años santidad tan temprana, sin que se viesen en los suyos rastros de aquella edad, sino un asiento y peso mayor que la suya. Callaba siempre como si fuera mudo, y si no era preguntado no se le oía jamás hablar. Su modestia exterior y mortificación de ojos era la del más mortificado novicio; llevaba la capa con fiador caídas las faldas sin prenderlas bajo el brazo como suelen los demás mozos. En esta edad ayunaba mucho, y si era día de precepto de la Iglesia, y aunque estuviese muy cansado de las ocupaciones de trabajo en que le ocupaba su padre, no dejaba jamás de ayunar. Era humilde, ofendiéndose mucho de que le tuviesen por bueno, como por el contrario se alegraba mucho cuando le llamaban malo. Frecuentaba las iglesias y los sacramentos. Tenía tan grande amor a la castidad que no sólo huía las ocasiones en que podía peligrar la suya y la familiaridad y vista de las mujeres, sino que se ofendía mucho de palabras que ofendiesen sus castos oídos; y se dice de él una cosa rara aún en esta edad, y es que jamás llegó con su mano a tocar parte ninguna desnuda de su cuerpo, conservando toda su vida la pureza virginal que sacó de las entrañas de su madre, como veremos después. Otra cosa se dice también de él que en esa misma edad aborrecía tanto el dinero, que jamás le tocó con sus manos, como quien se criaba ya para hijo del seráfico P. S. Francisco. Pero lo más notable como más admirable de este tierna edad, es lo que se atestigua de él, que era tan continuo en la oración que le miraban siempre de rodillas en la iglesia delante el Santísimo Sacramento, tan atento y tan profundo, con tanto gusto de Dios, que se olvidaba de sí mismo y de la comida, que a mediodía, a la hora de ella, debían los de su casa ir por él a la iglesia, que sabían no le hallarían en otra parte; y si no le sacaran de ella se estuviera sin comer ni dormir. Y aún fue más notable lo que le pasaba aquí, que era prueba grande no sólo de su mucha paciencia, sino mucho más de cuán suspenso y enajenado de sí mismo estaba en la oración, y lo atestiguan muchos que lo vieron con sus ojos, y era que al tiempo que nuestro Eugenio estaba de rodillas en la iglesia delante del Santísimo Sacramento orando, estaba tan inmoble que un muchacho de hasta catorce o quince años, 73

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